jueves, marzo 07, 2013

Con la muerte de Chávez pareciera cerrarse un ciclo histórico en Venezuela (1992-2013)

En este blog, desde hace un tiempo para acá, decidimos mantener la historia actual separada del mismo. Es por ello que establecimos un blog donde pondríamos lo relativo a este aspecto y nuestras opiniones como ciudadanos (ver acá); pero al morir Chávez el pasado martes 05 de marzo creemos que debemos colocar algún texto que recapitule este tiempo y la vida de un personaje que quedará en los libros de la historia de Venezuela. Creemos que el siguiente artículo tomado de El Nacional logra este objetivo. De igual forma les recomendamos este excelente post de un amigo y colega historiador: Daniel Terán Solano, el cual tiene una muy completa lista de todos los análisis que se han hecho ante su muerte en la prensa nacional e internacional, pero le faltó este artículo de Krauze y este otro de Jon Lee Anderson. 

Profeballa

Hugo Chávez o la reinvención del caudillismo

CRISTINA MARCANO6 DE MARZO 2013 - 02:05 AM

Hugo Chávez nació tres veces. La primera, en 1954, en una casa de palma cerca de Sabaneta. La segunda, 17 años después, en la Academia Militar ­"mi cuna", solía llamarla- donde inició su carrera política. Y la tercera, en 1992, cuando las cámaras de televisión enfocaron su rostro tras la fallida insurrección del 4F. Desde entonces, vivió como dos hombres.

Para unos, el mejor gobernante que haya tenido Venezuela desde los tiempos de Bolívar. El redentor de los pobres; el hombre fuerte, humilde y paternal, que dedicó su vida al bienestar de los venezolanos; el vengador justiciero que rescató a la Patria de manos de los corruptos; un revolucionario indoblegable que acabaría con la desigualdad.

Para otros, el peor gobernante que haya tenido Venezuela desde los tiempos de Bolívar. El autócrata populista que monopolizó todos los poderes públicos y dinamitó la democracia; un caudillo mediático y manipulador, invidente a la corrupción; el ególatra adicto al poder, que dividió al país y derrochó el petróleo; un pupilo desfasado de Fidel Castro.

Su autorretrato era el del hombre marcado por el fulgor de una misión patriótica. El comandante destinado a culminar la gesta de Bolívar; el sucesor de una estirpe de guerreros, atraído al poder desde muy joven "por una voluntad interna, tal vez secreta", como dijo una vez; un superhombre nietzscheano que sembraría nuevos valores en la masa que creía encarnar. "Yo no soy yo, yo soy el pueblo", aseguraba.

Entre tales representaciones -derivadas de su propia retórica y su empeño en polarizar, de su concepción marcial de la política, de su propia autopercepción y, también, de los prejuicios y la miopía de sus oponentes- parecía imposible hallar todas las piezas para armar el rompecabezas del hombre de carne y hueso que desató tantas pasiones.

La historia de su vida -su origen humilde, su lento y atropellado ascenso al poder, sus peripecias para mantenerlo, su dramático final- tuvo una redondez de película.

Hugo Rafael Chávez Frías, segundo de los seis hijos de un modesto maestro de primaria y su joven esposa, el niño que vendía las "arañitas" de lechosa que preparaba su abuela, llegó a ser el presidente elegido más poderoso del país. El que habitó más tiempo Miraflores.

El más polémico. El más carismático. El único militar.

"Quisiera que algún día me tocara llevar la responsabilidad de toda una patria, la Patria del Gran Bolívar", escribió en su diario cuando era un cadete de 19 años. Un deseo que incorporaría después a su propio mito como una "señal precursora" de su destino de grandeza.

En ese temprano registro personal, en el que se vislumbra ya su carácter contradictorio -a veces conservador, a veces rebelde- anotaría pocos meses después: "Sé muy bien lo que busco y lo que hago, por qué me sacrifico". Siempre se empeñó a fondo. Nunca, ni en los peores momentos, se dio por vencido.

Chávez se graduó entre los primeros de su promoción. Se relacionó con ex guerrilleros izquierdistas. Conspiró por tres lustros. Estudió Ciencias Políticas. Encabezó un golpe de Estado. Fracasó militarmente y conoció la magia de la TV. Vivió dos años de fama en la cárcel y otros cuatro llevando su palabra por todo el país como un predicador incansable. Seguro del advenimiento.

Finalmente, 25 años después, llegó adonde tanto había soñado por el largo camino de los votos. Y no quiso marcharse nunca más. Tenía la esperanza de gobernar décadas. Hasta 2030, "hasta que el cuerpo aguante", diría tiempo después.

En sus 14 años en el poder tuvo casi todo lo que quiso.

Una nueva Constitución, contundentes victorias electorales, el dominio de las instituciones y los cuarteles, su propia milicia, la reelección ilimitada, poderes para legislar, medios de comunicación, celebridad internacional y una popularidad incombustible gracias a una mezcla de carisma, petróleo y propaganda.

Ése era el hombre al que tantos subestimaron cuando ascendió al poder el año en que acabó el siglo XX.

Un pez en el agua I Su abuela Rosa Inés Chávez, ejerció una influencia fundamental en su formación. "He vivido 20 años, 16 de los cuales los pasé contigo, y aprendí muchas cosas de ti, a ser humilde pero muy orgulloso, y lo más importante, que heredé de ti ese espíritu de sacrificio que a lo mejor me lleve muy lejos", le agradeció en una carta.

De ella, también habría heredado la compasión por los más débiles. "Siempre me llamó la atención su sensibilidad social. Siendo un niño humilde, si Hugo veía a otro en peores condiciones que las suyas lo incorporaba al juego y le daba sus metras", aseguró un compañero barinés.

En su propio diario, el cadete dejó evidencia de ese rasgo que le ganaría después el fervor de tantos pobres: "Siento como hierve la sangre en mis venas y me convenzo de la necesidad de hacer algo, lo que sea, por esa gente", anotó luego de ver a unos niños desnutridos.

De padre copeyano -recordado como un maestro bueno y riguroso- Hugo bebió la política de otras fuentes. Lo atraían más las leyendas de los caudillos que cruzaron los llanos en el siglo XIX y las improvisadas lecciones del comunista José Esteban Ruiz Guevara, padre de unos amigos del liceo.

Según sus conocidos, era un estudiante promedio, cariñoso y de pocas palabras. "Después fue que se metió a hablachento", decía Ruiz, que lo introdujo a Rousseau, Maquiavelo y el Che Guevara; y quien también reforzó su admiración por Bolívar y Ezequiel Zamora, el gran caudillo de la Revolución Federal.

Así que no fue una sorpresa que sus primeras aficiones, la pintura y el beisbol, pasaran a un segundo plano y Hugo optara por los cuarteles. Recién cumplidos los 17 años, el joven vivió su entrada a la Academia Militar como una verdadera epifanía. "Me sentí como pez en el agua. Como si hubiera descubierto la esencia o parte de la esencia de la vida, mi verdadera vocación", dijo a VTV.

En ese mundo vertical donde se aprende a obedecer y anhelar el mando, Hugo comenzó a pensar que su vocación trascendía los cuarteles. "Ya yo andaba asaltado por la voluntad de poder, Nietzsche dixit, la voluntad de vivir", dijo a José Vicente Rangel en 2011, en una entrevista salpicada de citas de Heiddeger, Kant y Bretch.

Chávez tenía una excelente memoria -"un papel secante que todo lo absorbe", según Rangel- pero editaba lo que leía de acuerdo con sus intereses, olvidando aquello que chocaba con su manera de ser y de ejercer el poder. Ya fueran discursos de Bolívar, la Biblia, o Niestzche, el filósofo que definió la voluntad de poder como "el afecto del mando".

Cuando comenzó a hablar de socialismo muchos pensaron que había sido infiltrado en las fuerzas armadas por la ultraizquierda. Ruiz lo negaba categóricamente: "Él no entró al Ejército catequizado. El Partido Comunista no influyó para nada en eso pero, indudablemente, que ya iba influido por unas teorías políticas".

En todo caso, el Ejército no fue sólo un medio. El uniforme verde era para Chávez como una segunda piel. Nunca dejó de reivindicar su naturaleza militar, de hacer política como militar. "Yo soy hijo de un cuartel", le gustaba repetir.

Un pez en el agua II Luces, cámaras, acción: "Primero que nada quiero dar los buenos días a todo el pueblo de Venezuela", saludó el teniente coronel, consciente de que sería visto por todo el país en aquella espontánea cadena nacional de radio y televisión.

"Lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados / Ante el país y ante ustedes, asumo la responsabilidad de este movimiento bolivariano".

Aquel desconocido de 37 años que asumía la jefatura del frustrado golpe de Estado del 4F de 1992 no olvidó presentarse durante su primer gran minuto de rating. "Oigan mi palabra. Oigan al Comandante Chávez".

Hablaba con evidente pesar pero sin titubeos.

De no haber sido porque pestañeaba como si tuviera arena en los ojos, se habría podido pensar que había ensayado, que ante la posibilidad del fracaso se había preparado para brindar un adelanto del inmenso talento comunicacional que derrocharía después.

Su voz gruesa y potente era perfecta para los micrófonos.

En los medios, Hugo Chávez también nadaba como pez en el agua. Allí descubrió su otra verdadera vocación. No era necesario que lo dijera. Bastaba con ver una sola de las 1.656 horas que dedicó a sus 378 maratones dominicales, equivalente a 69 días seguidos; o alguna de las más de 2.334 cadenas.

La TV fue para él trampolín político e instrumento de poder. El presidente más histriónico que hayan tenido los venezolanos era un espectáculo.

Improvisaba larguísimos discursos. Cantaba y bailaba. Entrevistaba invitados. Respondía peticiones de un público uniformado de rojo y presentaba grupos folklóricos. También dirigía las cámaras y los pases a otro set, con un increíble dominio de escena.

Era igualmente capaz de cambiar de registro emocional con absoluta naturalidad.

Pasaba de la nostalgia a la indignación, de la burla al regaño, del tono pedagógico a la copla llanera, de insultar a la oposición a citar versículos de la Biblia, de proclamar rotundas verdades a fabular.

A veces compresivo a veces destemplado con sus colaboradores, estaba habituado al aplauso de su tropa de ministros. "La gente tiene que, por lo menos, fingirle absoluta sumisión. Es uno de sus rasgos más negativos", llegó a decir el general Alberto Muller Rojas, su primer jefe de campaña y cercano colaborador.

Cálido y paternal con sus seguidores, Chávez demandaba lealtad electoral a los beneficiarios de los programas de asistencia social. "Amor con amor se paga", repetía, convocando una reciprocidad que aplicó también, en el desamor, a la disidencia política. Implacable con aquellos a quienes consideró sus enemigos, Chávez entraba en erupción ante preguntas incómodas o coberturas periodísticas desfavorables.

Una vez, tras el rechazo de la reforma constitucional de 2007, gritó por televisión que la oposición había obtenido una "victoria de mierda" ¿Realmente se salía de sus casillas? "Él es un ser humano también. No todo lo que hace es acertado pero sí hay en algunas manifestaciones como ésa algo de cálculo. No quiero decir que es un comediante pero sí es un hombre que sabe administrar muy bien los sentimientos. Se maneja con mucha habilidad", señaló Rangel en 2012.

El "primer comunicador del país", como lo llamaba un portal oficial, el gobernante que tuvo mayor presupuesto, más radios y televisoras, más diarios, más páginas web, más propaganda y mayor rating, demostró con palabras y hechos su alergia a los medios críticos, a los que consideraba golpistas y algunos de los cuales lo apoyaron en 1998.

Visto como un exótico líder tropical, Chávez ganó titulares en todo el mundo con su irreverencia, su solidaridad petrolera, sus frecuentes giras internacionales y su revival de la Guerra Fría. También en el exterior tenía seguidores y detractores tan ciegos como los venezolanos para los matices.

Era desconcertante, impulsivo y racional a la vez, desfachatado y solemne, incluso ritual, pero siempre consciente de las cámaras, la audiencia y el mensaje.

Uno y dos Vietnam A Hugo Chávez le tomó mucho tiempo darse cuenta de que los venezolanos podían llevar en su ADN la herencia militarista pero no estaban ganados para la vía armada que idealizaba desde 1977, cuando ya hablaba de "mi pueblo" y de "crear las condiciones para agitar la llama" de la revolución.

Creía entonces, y no cambió de opinión hasta su muerte, que la única salvación era "aferrarnos al pasado heroico". Lo invocó el 4F, apelando a Bolívar, Zamora y Simón Rodríguez, con un proyecto que preveía una junta de gobierno, juicio a los corruptos, el cese temporal de los partidos, desmantelar todas las instituciones y convocar una asamblea constituyente.

Nunca en veinte años pensó tomar el camino electoral.

Creía que estaba secuestrado por AD y Copei. Quizá tampoco le parecía lo suficientemente épico para un descendiente de Maisanta, como llamaban a su bisabuelo, el caudillo Pedro Pérez Delgado. Hasta que entendió el arraigo que tiene en los venezolanos la cultura electoral y cambió de táctica.

"Nos dimos cuenta de que buena parte de nuestro pueblo no quería movimientos violentos", dijo a la marxista Marta Harnecker. Chávez arrasó en 1998 gracias al voto castigo, con un discurso nacionalista y fogoso, aunque ideológicamente ambiguo. Su gesto de batalla, aquel puño izquierdo que golpeaba con fuerza su mano derecha, era el mejor símbolo de lo que sería su conducta en el gobierno.

Su belicosidad verbal y actos irritantes para la oposición, como un paquete de polémicas leyes y los despidos destemplados de gerentes de Pdvsa, allanaron el camino hacia el abismo del golpe y la huelga petrolera en 2002.

"La gente cree que es un hombre que se va de bruces, vehemente, apasionado. Desde luego, eso lo tiene, pero sabe administrar la prudencia cuando es necesaria. Es pragmático. Cuando muchos de los que están cerca de él se desbordan, él tiene un sentido del momento, de cómo reaccionar", señaló Rangel en 2012, al valorar su conducta el 4F y diez años después, cuando se invirtieron los roles y le tocó estar en los zapatos del ex presidente Carlos Andrés Pérez.

Sagaz e intuitivo, Chávez sabía aprovechar las adversidades. Del fugaz golpe del 11 de abril, obtuvo la épica que le faltaba, la oportunidad de purgar las fuerzas armadas y manejar a Pdvsa a su antojo. Si no veía margen de acción, aguardaba en la retaguardia y cuando volvía al ataque ganaba más terreno del que había perdido.

Sin embargo, desde 2002 vivió acosado por el fantasma de la traición.

Para él la pugnacidad no fue una reacción política imprevista ni indeseable. "Este año esperamos polarizar a Venezuela", había dicho ya en 1994 en Cuba, donde dio pistas de sus intenciones. Entonces habló de un proyecto "de un horizonte de 20 a 40 años, en el cual los cubanos tienen mucho que aportar". Aquella visita a La Habana fue para él una consagración.

Jamás soñó cuando era un subteniente de 23 años que citaba en su diario al Che - "Vietnam. Uno y dos Vietnam"- que algún sería recibido con honores, y aplaudido, por Fidel Castro. Jamás lo imaginaron los izquierdistas con quienes conspiró durante años y que le decían "el loco Chávez". Jamás, Ruiz, quien le aconsejó quedarse en el Ejército cuando estuvo a punto de tirar la toalla.

En 1998 se presentó como un político moderado y no se declaró socialista hasta sentirse bien afianzado en Miraflores.

Lo hizo en enero de 2005, tras ganar el referendo revocatorio de 2004 ­gracias al éxito de las misiones sociales ideadas por Castro, según su propia versión- y luego de su reforma maestra, la del Tribunal Supremo de Justicia, que le permitió avanzar a sus anchas y radicalizarse.

Castro sería su influencia política más definitiva y la revolución cubana un modelo de "democracia verdadera"como él mismo lo señaló.

Tras su apoteosis electoral en 2006, al ganar la reelección con un récord histórico de más de 62 % de los votos, se aventuró a realizar una maniobra tal vez más audaz que el golpe del 4F: plantear una reforma constitucional de aroma cubano a un país petrolero y consumista donde "el mar de la felicidad" era visto como un pantano.

Allí quedó el Chávez invicto.

Ante ese primer revés electoral en 2007 el Presidente no reaccionó con el mismo aplomo de sus capitulaciones militares. Y volvió a la carga en un año, logrando lo que más ansiaba de aquella reforma, la reelección ilimitada, con la idea de imponer después, por otras vías, su reforma.

Carisma petrolero Dos mujeres dieron luces del Hugo más íntimo. Su ex esposa Marisabel Rodríguez, luego de haberlo criticado -"este proceso es él y sólo él"- terminó por definirlo como "un hombre honrado, transparente, capaz de equivocarse pero nunca de mala fe", en una entrevista para Colombia.

Herma Marksman, su amante por nueve años, lo definía como un ser bueno, sensible romántico y atormentado que cambió con el poder. "Que me lo presenten porque no sé quién es", dijo sorprendida de su fiereza verbal.

Padre de cuatro hijos, el enérgico presidente no tomaba vacaciones ni descansaba los fines de semana. Aunque tuvo fama de mujeriego, después de su segundo divorcio transmitió la impresión de que para él la vida sentimental era un lujo. "Yo estoy casado con la patria", sostenía. Un matrimonio que alimentó el mito.

Para sus fieles nada en él era imposible, nada exagerado, nada incoherente. Chávez podía decir que tomó "el único camino posible del socialismo" a causa del golpe de 2002 y afirmar después que, en realidad, era un ardiente socialista desde muy joven. Podía garantizar la propiedad privada hoy y expropiar mañana. Tachar de genocida a un colega extranjero y abrazarlo la próxima vez que lo viera. Todo sin que les produjera un mínimo parpadeo.

"Diga lo que dijere el líder, pida lo que pidiere, es correcto aunque sea contradictorio.

Es correcto porque el líder lo dice", asegura el antropólogo Charles Lindholm en su tratado sobre el carisma, una palabra indispensable para descifrar las claves del éxito de Hugo Chávez.

Su ascendencia sobre las masas derivaba de una conexión sentimental - casi religiosa para algunos- propia de ese hechizo que surge sólo en tiempos de crisis. Chávez era emoción, era esperanza. Había llegado en el momento preciso y el posterior boom petrolero potenció enormemente su atractivo. No sólo era carismático, era un líder carismático que manejaba miles de miles de millones de petrodólares en primera persona.

Sus creyentes sentían que su proclamado "socialismo cristiano" era genuino y puro. Los infieles, el marco más propicio para la concentración de poder. ¿Hasta qué punto importaban las definiciones ideológicas a los más necesitados? ¿Les preocupaba si el poder popular era verdaderamente popular o si estaba dirigido desde Miraflores? "Nosotros antes éramos como invisibles", decía una fervorosa seguidora, convencida de que el presidente cambió su vida. No era la única. Desde el principio, Chávez apuntó a los pobres como motivo y centro de su agenda. Con él, los más humildes no sólo se sintieron identificados, reconocidos e incorporados a un proyecto de país, a lo que quiera que entendiesen por Socialismo del siglo XXI, sino que cobraron un sentido de trascendencia.

El mandatario entendía sus padecimientos porque los había vivido de niño. Era además el líder desprendido que fustigaba a los ricos y repartía generosamente el maná petrolero. Las misiones fueron el gran hallazgo. Multiplicadas, recicladas y reforzadas en época electoral. Siempre vinculadas a su imagen y promovidas con la advertencia: "no dejes que te las quiten", en una gigantesca operación propagandística.

En el terreno de lo simbólico, así no tuvieran más oportunidades que antes, aunque en realidad miles sí las tuvieron, los más humildes se sintieron empoderados y ganaron autoestima. Chávez dio a la pobreza la relevancia que ameritaba y colocó el tema en el tope de la agenda política para siempre. Hasta sus adversarios -para él escuálidos, pitiyanquis, la nada, como les decía- reconocieron su aporte en ese terreno, aunque consideraban sectaria y chantajista su acción social.

Desde el poder, construyó la mayor fuerza política del país, un partido cuyo evangelio era Chávez y, tal vez, pudiera seguirlo siendo a la manera del peronismo. También unas fuerzas armadas a su imagen y semejanza. "Revolucionarias, antiimperialistas y chavistas", como proclamó. Y un desbordante e ilimitado culto a la personalidad. "Ser chavista es ser patriota", llegó a decir ya en el ocaso de su vida.

Omnipotente y omnipresente, su rostro estaba en todas partes. En los aeropuertos, edificios públicos, mercados, hospitales, escuelas, avisos publicitarios de 20 pisos, en calendarios, en la TV. A ritmo de joropo, bolero y ranchera. En graffitis junto a Bolívar, Zamora, Castro, Marx y Cristo. Imposible no verlo. No oírlo. No sentir nada por él. Vivir como si tan sólo fuera un presidente.

Rumbo al olimpo Hugo Chávez era un hombre afortunado. Pero no podía bajar la guardia. Después de muchos extravíos, la oposición ganaba terreno en las ciudades y en el parlamento; aquella "nada" llegó incluso a superar sus votos en 2010. Un revés contra el que se blindó antes y que no lo afectó más que emocionalmente porque en la práctica poco cambió. Seguía teniendo mayoría. Su margen de acción parecía intacto. Su poderío, inexpugnable.

Y, de pronto, se topó con un enemigo imprevisto contra el que no había blindaje posible.

Inmune al carisma, las palabras, los petrodólares o la propaganda. Cáncer. Esa fatalidad, esa ironía del destino, presagiaba un dramático final.

"Me fui al baño a verme los ojos. Lloré, lloré, lloré. Lloré por mis hijos. Lloré como lloré el 12 de abril también frente a un espejito", reaccionó en junio de 2011 al saberse enfermo. "¡Cáncer, ¿qué es eso para mí?¡", se rebeló después. "Cristo, dame tu cruz pero no me lleves todavía", rogó meses más tarde, desde el púlpito de una iglesia. Totalmente curado, celebró al año. Siempre en TV.

"No me importa la muerte. Ya uno trascendió", había dicho Chávez a Rangel cuatro meses antes del diagnóstico, cuando la veía como algo lejano. Ante la fatalidad, actuó como si el mal que se negaba a explicar, y tal vez a comprender, no pudiera derrotarlo ni apartarlo del poder.

Tras superar tres operaciones, avanzó como un tanque empujado por todo el aparato estatal en su última campaña y vivió la breve apoteosis de una cuarta reelección, empeñado en convertir al país en un Estado Comunal. Pero su destino era otro.

El jefe de la revolución "pacífica pero armada" no pudo ganar su más trascendental batalla. Su cuerpo no aguantó.

Luego de una última cirugía y una larga agonía, el hombre que estremeció a Venezuela con su voz murió calladamente a los 58 años, dejando el enorme vacío de los liderazgos personalistas, un sucesor encargado de continuar su proyecto y su propio rompecabezas incompleto.

Nunca sabremos si su carisma hubiera resistido una debacle de los precios del petróleo, cómo habría actuado ante un desalojo electoral de Miraflores, qué hubiera hecho como líder opositor.

Para sus millones de fieles, heredó un mejor país, más independiente, menos desigual, más solidario y humano. Para sus millones de críticos, una democracia reducida a elecciones, un país más corrupto, dividido, anárquico, dependiente y violento.

Producto y espejo de las contradicciones del único petroestado de Latinoamérica, el Comandante-Presidente, como era llamado en permanente recordatorio de su naturaleza militar, marcó una época, la bisagra entre dos siglos, y dejó tras de sí una profunda huella, convertido en un mito que tardará en diluirse en el tiempo.

Hugo Chávez, el niño humilde de Sabaneta que escaló con obstinación y audacia la cúspide del poder, entró a la Historia por una puerta ancha y brumosa. Como los dos hombres que fue. 

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